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diciembre 18, 2011

RENÉ DAUMAL



Memorables

 Acordate: de tu madre y de tu padre, y de tu primera mentira, cuyo indiscreto olor se arrastra por tu memoria.
Acordate de tu primer insulto a los que te engendraron: la semilla del orgullo fue sembrada, resplandeció la fisura quebrando la unidad de la noche.

Acordate de los anocheceres de terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre, y volvía siempre a carcomerte como un buitre; acordate también de las mañanas de sol en el cuarto.
Acordate de la noche de liberación cuando al caer tu cuerpo desatado como un velamen, respiraste un poco del aire incorruptible; acordate también de los animales viscosos que te volvieron a capturar.

Acordate de las magias, de los venenos y de los sueños tenaces; – querías ver, te tapabas los dos ojos para ver, sin saber abrir otro.
Acordate de tus cómplices y de los estafas, y de ese inmenso deseo de salir de la jaula.

Acordate del día en que reventaste el lienzo y fuiste apresado vivo, fijado en el mismo lugar dentro del estruendo de estruendos de las ruedas de ruedas que vuelven sin volver, dentro tuyo, sujetado bruscamente siempre por el mismo momento inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo sólo daba una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables, el tiempo se cerraba al revés, – y los ojos de carne veían sólo un sueño, solo existía el silencio devorador, las palabras eran pieles secas, y el ruido, el sí, el ruido, el no, el aullido visible y negro de la máquina te negaba, – el grito silencioso “yo soy” que los huesos oyen, por el cual la piedra muere, por el cual cree morir lo que nunca fue,– y no reaparecerías a cada instante sino para ser negado por el gran círculo sin límites, todo puro, todo centro, todo puro excepto vos.
Y acordate los días que siguieron, cuando marchabas como un cadáver hechizado, con la certidumbre de ser devorado por el infinito, de ser anulado por la existencia única de lo Absurdo.
Y acordate sobre todo del día en que quisiste, no importa cómo, arrojarlo todo, – pero un guardián velaba en tu noche, velaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, recordar a los tuyos, recoger tus andrajos, – acordate de tu guardián.

Acordate del bello espejismo de los conceptos, y de las palabras conmovedoras, palacio de espejos construido en un sótano; y acordate del hombre que vino, que rompió todo, que te tomó con su tosca mano, te arrancó de tus sueños y te hizo sentarte sobre las espinas del pleno día; y acordate de que no sabes recordarte.

Acordate de que todo se paga, acordate de tu felicidad, pero cuando fue triturado tu corazón, era muy tarde para pagar por adelantado.
Acordate del amigo que tendía su razón para recoger tus lágrimas, brotadas de la fuente helada que violaba el sol de primavera.
Acordate de que el amor triunfó cuando ella y vos supieron someterse a su fuego celoso, rogando morir en la misma llama.
Pero acordate de que el amor no es de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no es de nadie, ruborízate al contemplar el cenagal de tu corazón.

Acordate de las mañanas en que la gracia era como una bastón amenazador que te conducía, sumiso, a través de tus jornadas, –¡bienaventurado el ganado bajo el yugo!
Y acordate que tu pobre memoria entre sus dedos entumecidos dejó escapar el pez de oro.

Acordate de los que te dicen: acordate, – acordate de la voz que te decía: no caigas, – y acordate del dudoso placer de la caída.

Acordate, pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla, – y de su metal único.

1942
 Poesía negra y poesía blanca

Como la magia, la poesía es negra o blanca, según sirva a lo sub-humano o a lo sobrehumano.
Las mismas disposiciones innatas ordenan la maquinaria del poeta blanco y del poeta negro. Algunos las consideran un don misterioso, un sello de las potencias superiores, otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O en realidad sí! Importaría mucho, pero no hemos llegado a ser aptos para comprender el origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera se liberaría de ellas. El poeta blanco busca comprender su naturaleza de poeta, para liberarse y hacerla servir. El poeta negro se aprovecha de ella y se esclaviza.
Pero, ¿qué es ese “don” común a todos los poetas? Es una conexión particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, tal que cada manifestación de una de estas vidas no posee ya únicamente el signo exclusivo, sino que puede devenir, por una resonancia interior, el signo de la emoción que es, en un momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí-mismo. Esta emoción central, profundamente escondida en nosotros, no vibra y no brilla más que en raros instantes. Esos instantes serán para el poeta sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en ese momento, serán los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación se realice en una imagen que se afirme mediante palabras, entonces más especialmente, diremos que es un poeta. Esto es lo que llamamos “don poético”, a falta de un conocimiento mayor.
El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree que posee el mérito de ese don, cree que él hizo voluntariamente sus poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las significaciones resonantes, se jacta de estar poseído por un espíritu superior, que le habría elegido como intérprete. En los dos casos, el don poético está al servicio del orgullo y de la imaginación falaz. Conjugador o inspirado, el poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira, un tercer elemento lo caracteriza aún: pereza. No digo que no se agite o sufra, al menos exteriormente. Pero todo ese movimiento se hace solo, se cuida mucho incluso de no intervenir él mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto, ni verse pobre y desnudo, que cada uno de nosotros se esfuerza por esconder bajo sus máscaras. Al “don” que opera en él, lo goza como un mirón [vouyeur], sin mostrarse, se viste con él como el cangrejo ermitaño de vientre blando se abriga con una concha de múrex, hecha para producir el púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver, miedo de no tener otras riquezas que las responsabilidades que uno asume, es de esta pereza que yo hablo – ¡oh madre de todos mis vicios!
La poesía negra es fecunda en prestigios, como el sueño y el opio. El poeta negro gusta todos los placeres, luce todos los ornamentos, ejerce todos los poderes –en la imaginación. El poeta blanco prefiere la verdad, aunque sea pobre, que las ricas mentiras. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Aceptando su don, incluso si sufre por él, y sufre por sufrir, busca hacerlo servir a los fines superiores antes que a sus deseos egoístas, a la causa todavía desconocida de ese don.
No voy a decir: ése es poeta blanco, ése es poeta negro. Eso sería caer de ideas a opiniones, a discusiones y al error. No voy a decir tampoco: tal tiene el don poético, tal no lo tiene. ¿Lo tengo yo? A menudo dudo, a veces creo estar seguro. No estoy nunca convencido de una vez por todas. La pregunta se renueva siempre. Cada vez que el alba aparece el misterio está ahí, entero. Pero si yo he sido antes poeta, ciertamente fui un poeta negro, y si mañana deseo ser un poeta, quiero ser un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es mezcla de blanco y negro: pero una tiende hacia lo blanco y la otra hacia lo negro.
Aquella que tiende hacia lo negro no realiza un esfuerzo para ello. Sigue la pendiente natural y sub-humana. No se necesita esfuerzo para jactarse, para dormir, mentirse y vagar; ni para calcular y conjugar, cuando cálculos y conjugaciones están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero lo poesía blanca va cuesta arriba, como la trucha, para llegar a engendrar en la fuente viva. Ella resiste, con esfuerzo y con astucia, a los caprichos de los rápidos y de los remolinos, no se deja distraer por el tornasol de las burbujas que pasan, ni es llevada por las corrientes a los dulces valles cenagosos.
¿Cómo lleva esta lucha el poeta que quiere convertirse en poeta blanco? Diré cómo intento llevarla yo, en mis extraños mejores momentos, para que un día, si soy un poeta, de mi poesía, tan gris como es, emane al menos un deseo de claridad.
Distinguiré tres etapas en la operación poética: la del germen poético, la del revestimiento en imágenes, la de la expresión verbal.
Todo poema nace de un germen, primero oscuro, que es necesario volver luminoso, para que produzca frutos de luz. En el poeta negro el germen queda oscuro y produce ciegas vegetaciones subterráneas. Para hacerlo brillar, es necesario hacer silencio, porque ese germen es la Cosa-por-decir misma, la emoción central que a través de toda mi maquinaria quiere expresarse. La máquina por sí misma es oscura, pero ama proclamarse luminosa, y llega a hacerlo creer. Tan pronto es puesta en movimiento por el impulso del germen, ella pretende actuar por cuenta propia, para exhibirse, y por el placer vicioso de cada una de sus palancas y engranajes. ¡Silencio entonces, máquina! ¡Funcioná y callate! ¡Silencio a los juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos fortuitamente reunidos, silencio a la ambición, al deseo de brillar –porque la luz sola brilla por sí-misma– silencio al elogio de sí mismo, a la autocompasión, silencio al gallo que cree hacer salir al sol! Y el sol aparta las tinieblas, el germen comienza a brillar, alumbrador, no alumbrado. Esto es lo que habría que hacer. Es muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe en recompensa un pequeño rayo de luz. La Cosa-por-decir aparece entonces, en lo más íntimo de sí, como una certeza eterna –conocida, reconocida y esperada al mismo tiempo– un punto luminoso conteniendo la totalidad del deseo de ser.
La segunda fase es la vestimenta del germen luminoso –que revela pero no es revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido–, su revestimiento por las imágenes que lo manifestarán. Allí todavía es necesario revisar las imágenes, rechazar y apresar aquellas que no quieren servir más que a la facilidad, la mentira y el orgullo. ¡Hay tantas bellas que uno querría mostrar! Pero, hecho el orden, debe dejarse al germen elegir él mismo la planta o el animal del que va a vestirse, dándole la vida.
Y viene, en tercer lugar, la expresión verbal, donde no cuentan ya solamente el trabajo interior, sino también la ciencia y el saber-hacer exteriores. El germen tiene su respiración propia. Su aliento se apropia de los mecanismos de la expresión, comunicándoles su cadencia. Entonces, deben esos mecanismos estar bien aceitados y además muy descansados, para que no se pongan a bailar su baile solos, a escandir sus metros incongruentes. Y al mismo tiempo, ella somete los sonidos del lenguaje en su aliento, la Cosa-por-decir los obliga así a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza ella esta doble operación? Ese es el misterio. No es por conjugación intelectual, hace falta mucho tiempo para eso; ni por instinto: el instinto no inventa. Ese poder se ejerce gracias a la conexión especial que existe entre los elementos de la maquinaria del poeta, que une en una sola substancia viva materiales tan diferentes como las emociones, las imágenes, los conceptos y los sonidos. La vida de ese nuevo organismo es el ritmo del poeta.
El poeta negro hace casi todo lo contrario, aunque la exacta semblanza de estas operaciones se efectúan en él. Su poesía le abre numerosos mundos, es cierto, pero mundos sin Sol, iluminados por mil lunas fantásticas, poblados de fantasmas, decorados de espejismo, y a veces adoquinados de buenas intenciones. La poesía blanca abre la puerta de un solo mundo, el de un único Sol, sin prestigios, real.
He dicho lo que es necesario hacer para devenir un poeta blanco. ¡Hace falta que yo llegue a serlo! Incluso en la prosa, en las palabras y la escritura ordinarias –en todos los aspectos de mi vida cotidiana– todo lo que produzco es gris, piadoso, manchado, mezcla de luz y de noche. Entonces, reemprendo la lucha después. Me releo. Entre mis frases veo palabras, expresiones, parásitos que no sirven a la Cosa-por-decir; una imagen que pretende ser extraña, un juego de palabras tomado por divertido, una pedantería de grosero que bien debería quedarse en su escritorio, en lugar de venir a tocar la flauta en mi cuarteto de cuerdas, y, cosa notable, al mismo tiempo es una falta de buen gusto, de estilo o incluso de sintaxis. El lenguaje mismo parece dispuesto para descubrirme los intrusos. Pocas de las faltas son de técnica pura. Casi todas son mis faltas. Y tacho, corrijo, con la alegría que alguien puede tener al cortarse del cuerpo un trozo engangrenada.

1941


Traducción de Juan Dardón y Adrián Bollini.

(De “ Poésie noire, poésie blanche”, 1945)



La desilusión

Blanco y negro y blanco y negro
atención, quiero enseñaros a morir,
cerrad los ojos, apretad los dientes,
¡Clac!, ya veis, no es nada difícil,
no hay en esto nada asombroso.

Os hablo sin pasión
negro y blanco y negro y blanco,
¡Clac!, ya veis qué pronto se aprende,
os hablo sin amor,
y sin embargo bien sabéis…
–hay que llevar la evidencia hasta lo absurdo–

Blanco y negro y blanco y negro y negro y blanco,
si nuestras almas cambiaran sus cuerpos,
nada cambiaría,
por lo tanto no habléis más de cuerpos y almas.

Blanco, negro, ¡Clac! es lo único
que podemos concebir unido,
(¿no es cierto que no hay en esto nada trágico?)

Os hablo sin pasión
Blanco, negro, blanco, negro, ¡Clac!,
es mi eterno grito de moribundo,
ese grito blanco, ese agujero negro…
¡Oh! No entendéis nada,
ni tampoco existís
yo me encuentro solo para morir.


(De "Le Contre-ciel", 1936). 


***

Yo soy la muerte, porque no tengo el deseo
No tengo el deseo porque creo poseer
Creo poseer porque no trato de dar
Tratando de dar, vemos que no tenemos nada
Al ver que no se tiene nada, uno trata de darse
Tratando de darse, uno ve que no es nada
Viendo que no se es nada, se desea llegar a ser
Deseando llegar a ser, se vive.



La consoladora


El silencio agravaba la pérdida de un amigo,
Las llamas de las velas se cuajaban en flores
blancas,
Entonces yo me señalé con el dedo en los espejos.

Unos cajones se abrieron solos con la brisa de la
mañana,
Un sol hacía cálculos estúpidos babeando.

Una mujer con ojos de blanco marfil entró
Y me tendió los brazos sonriendo; poseía
En vez de dientes trozos de carne roja.

(De Antología de la poesía surrealista,  1961. Trad. de Aldo Pellegrini).



La guerra santa

Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra verdadera.
No será un verdadero poema, porque si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor de que iba a hablar, entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.
Visible, nosotros veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras, querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los fastidiados, nosotros los cualquier cosa.
Estaría aquí, lleno a reventar con los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene
—porque los contiene, y los contenta cuando quiere—, incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo tranquilo como un pirotécnico, en el gran silencio, abriría un grifo pequeño, el grifo pequeñito del molino de palabras, y por ahí nos soltaría un poema, un poema tal que nos pondríamos verdes.

***

Lo que voy a escribir no será un verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un verdadero poema, entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras traen las cosas.
Pero tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo, hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que desenmascarar.
Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay máscaras que arrancar.
Y tampoco será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido, cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos echado al fuego nuestras camas.
Tampoco será una invocación mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se niega a hacerle la guerra a su peor enemigo si el enemigo le gusta; sin embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.
Será un poco de todo esto, un poco de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros oirán.
Han adivinado ahora de qué guerra quiero hablar.

De las otras guerras —de las que vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible» cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre» cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura. Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así como los viejos y los enfermos hablan con naturalidad de los golpes que dan o reciben los jóvenes saludables.

¿Tengo derecho de hablar entonces de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto, tengo escaso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados aliados.

***

Intentaré pues hablar de la guerra santa.
¡Que estalle de manera irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un cumplido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un bonito sombrero con plumas. Hablan en primera persona, es mi voz la que creo oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno, sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
Y son numerosos, y son encantadores, son compasivos, son arrogantes, hacen chantaje, se alían —pero estos bárbaros no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás, están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen: «Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presentarías en el mundo elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!

Para combatir a estos ejércitos, sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro, entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita asesina.
Apenas sé decir algunas palabras, y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír a quienes saben!)
Estos fantasmas me roban todo. Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»
Y la sucia compasión, con sus tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán. Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del que más es.
Pero ahora es otra canción. Se sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!

Qué bonita paz se me propone. Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado. ¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!

***

Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de mentiras y la innumerable ilusión.
En ese vasto silencio cubierto de gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!

«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.

Y yo que no tengo otra arma, en el mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.
Y porque he usado la palabra guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago con la boca.

Primavera 1940

En Revista Tsé-Tsé Nº 16, mayo de 2005.
Trad. de Mónica Mansour


La muerte espiritual


Tú siempre te has equivocado. Como yo, como todo hombre, te has dejado deslizar sobre pendientes fáciles y vanas. Tu espíritu no ha viajado sino en sueños hacia la verdad; tus más bellas teorías se desvanecen ante el muro de las apariencias. Este velo de formas coloreadas, de sonidos, de diversas cualidades sensibles, tan fácilmente declarado ilusorio, es sólido sin embargo. Es de allí de donde has partido; pero tomaste una puerta falsa. O más bien, has creído partir; te has dormido en el umbral y has soñado tus creencias sobre el mundo y sobre el espíritu.

Hoy yo te espero en el umbral. Intentaremos nuestros primeros pasos juntos. Ante todo te pido que mires lo que te rodea, en este momento, con la mayor simplicidad. Ve lo que se te presenta. Sobre todo, no empieces a cuestionar la realidad de este mundo: ¿en nombre de qué la juzgarías? ¿Sabes acaso lo que es la realidad absoluta? Quienquiera que emprenda un viaje debe partir del lugar donde se encuentra; no debe creer que el viaje ya ha sido realizado por tener en sus manos un itinerario preciso y detallado; la línea que ha trazado sobre un mapa sólo tiene sentido si él puede fijar el punto donde él está actualmente. Tú, también, búscate. Es decir: despierta, encuéntrate: el lugar donde te encuentras es el estado actual de tu conciencia, tomada con la totalidad de su contenido; es de allí de donde debes partir. Y toda nuestra especulación nunca será más que el itinerario de un viaje posible.

Toda metafísica que se basta a sí misma se parece al vano placer de un hombre que pasa su tiempo leyendo guías e itinerarios, combinando trayectos en un mapa, y creyendo que viaja. Hasta hoy los filósofos parecen no haber hecho otra cosa; o de lo contrario, si algunos llegaron a hacer viajes reales, ninguno ha sabido cómo hacerlo aparecer; y de esta manera, toda filosofía, incluso la que fue vivida por su creador como una experiencia real, sigue siendo un juego estéril, un juego inútil, para los hombres.

La prueba que te propongo llevar a cabo junto conmigo puede resumirse en dos palabras: permanecer despierto. Ante todo te pedí despertar, constatar de qué tienes conciencia en este momento. Tienes conciencia de un cambio continuo. Además, has sentido, bajo una u otra forma, una necesidad de llegar a ser algo que no eres todavía; pero es posible que –comprendiéndome mal- declares que no sientes nada semejante; aún entonces puedes experimentar que, si aceptas pasivamente las condiciones que se imponen a tu conciencia, duermes. Despertar no es un estado, sino un acto. Y los hombres están despiertos con mucha menor frecuencia que lo que sus palabras tienen la pretensión de hacerlo creer.

Tal hombre despierta por la mañana, en su cama. Apenas se ha levantado, ya está dormido otra vez; al entregarse a todos los automatismos que hacen que su cuerpo se vista, salga, camine, vaya a su trabajo se agite de acuerdo a la regla cotidiana, coma, hable, lea el periódico –ya que es en general el cuerpo sólo quien se ocupa de todo esto-, mientras hace todo esto, él duerme. Para despertar haría falta que pensara: “toda esta agitación está fuera de mí”. Haría falta un acto de reflexión. Pero si este acto desencadena en él nuevos automatismos, los de la memoria, los del razonamiento, bien podrá su voz afirmar que aún sigue reflexionando, pero él se ha vuelto a dormir. Así que puede pasar días enteros sin despertar un solo instante. Basta que pienses tú en esto estando en medio de una multitud, y te verás rodeado de una masa de sonámbulos. El hombre no pasa, como se dice, un tercio de su vida durmiendo, sino casi toda su vida durmiendo con ese verdadero sueño del espíritu. Y al sueño, que es la inercia de la conciencia, no le cuesta mucho atrapar al hombre en sus redes: ya que éste es natural y casi irremediablemente perezoso, quisiera despertar, es cierto; pero como el esfuerzo no le agrada, él quisiera -e ingenuamente lo cree posible- que este esfuerzo, una vez realizado, lo coloca en un estado de despertar definitivo, o al menos de alguna duración; así, queriendo descansar en su despertar, se duerme. Así como uno no puede querer dormir, pues querer, sea lo que sea, siempre es despertar; así tampoco puede uno permanecer despierto si no lo quiere en todo momento.

Y el único acto inmediato que puedes cumplir es despertar, es tomar conciencia de ti mismo. Entonces, vuelve tu mirada sobre lo que crees haber hecho desde el comienzo de este día: quizás es la primera vez que te despiertas realmente; y es sólo en ese instante que tienes conciencia de todo lo que has hecho como un autómata, sin pensamiento. En su mayoría, los hombres nunca despiertan siquiera hasta el punto de darse cuenta de haberse dormido. Ahora, acepta —si quieres— esta existencia de sonámbulo. Tú podrás comportarte en la vida como ocioso, como obrero, campesino, comerciante, diplomático, artista, filósofo, sin despertar nunca, sino cada cierto tiempo; justo lo necesario para gozar o sufrir de la manera como duermes; sería incluso tal vez más cómodo —sin cambiar nada de tu apariencia— no despertar en absoluto.
Y como la realidad del espíritu es acto, no siendo nada la idea misma de “substancia pensante” cuando no es pensada en el presente, en ese sueño, ausencia de acto, privación de pensamiento, no hay nada: es realmente la muerte espiritual.
Pero si tú elegiste ser, has emprendido un camino muy duro, siempre en subida, y que reclama un esfuerzo a cada instante. Tú despiertas: e inmediatamente debes despertar otra vez. Despiertas de tu despertar: tu primer despertar aparece como un sueño a tu despertar profundo. Por esta marcha reflexiva la conciencia pasa perpetuamente al acto.
Mientras que los demás hombres, en su gran mayoría, no hacen más que despertar, dormir, despertar, dormir; subir un escalón de conciencia, para volver a bajarlo de inmediato, sin elevarse jamás por encima de esta línea zigzagueante. Tú te encuentras y te reencuentras lanzado en una trayectoria indefinida de despertares siempre nuevos, y como nada vale sino para la conciencia que percibe, tu reflexión sobre este despertar perpetuo hacia la más alta conciencia posible constituirá la ciencia de las ciencias. Yo la llamo METAFÍSICA; pero, por ciencia de las ciencias que sea, no olvides que ella jamás será sino el itinerario trazado por adelantado, y a grandes rasgos, de una progresión real. Si lo olvidas, si crees haber acabado de despertar porque has establecido por adelantado las condiciones de tu despertar perpetuo, en ese momento, otra vez te quedas, te quedas dormido en la muerte espiritual.



Entrada de las larvas

El pertiguero de la iglesia llevaba a pacer sus cabras por la vacía avenida.
Algunos niños morían o se secaban en las ventanas —era primavera y las manos de los hombres se extendían al sol, ofreciendo a todos ese pan de sus palmas que los niños no habían mordido todavía.
Sobre las terrazas uno se encontraba entre la tierra y el cielo. Ese día hubo muchos cráneos rotos de muchachos que querían volar por encima de los jardines.
Las gaviotas y los pañuelos golpeaban en el aire y rompían azul en los cristales, y unos barcos de cristal huían más allá de las nubes.
Cuando vino la noche, le tocó el turno a los ancianos: invadieron las calles, sentados sobre sus taburetes de tosca madera, encantaban a las palomas y bebían leche caliente.
El cielo estaba solamente un poco más oscuro y más alto.
Los árboles se estiran en el parque y tienden trampas a las mariposas nocturnas; el pertiguero ha entrado a la iglesia y las cabras duermen en la cripta.
Las mujeres aúllan todas de pronto con gargantas de lobas porque por los suburbios se ha deslizado un hombre desnudo y blanco que viene del campo.

(De "Últimas palabras del poeta”).


El Monte Análogo
(Fragmentos)

«Y lo que define la escala de la montaña simbólica por excelencia –aquella a la que yo proponía llamar Monte Análogo- es su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios. El Sinaí, el Nebo y hasta el Olimpo se han convertido desde hace mucho en lo que los alpinistas califican de “montañas buenas para que pasten las vacas”, y hasta las cimas más elevadas de los Himalayas ya no se consideran inaccesibles. Por lo tanto, todas esas cimas han perdido su poder análogo. Y el símbolo ha debido refugiarse en montañas absolutamente míticas, como el Monte Meru de los hindúes. Pero el Meru –y tomaremos este único ejemplo-, al carecer de ubicación geográfica, no mantiene aquel sentido emocionante de ser una vía que una la Tierra con el Cielo y si bien puede seguir representando el centro o eje de nuestro sistema planetario, en cambio ya no es el medio por el cual el hombre puede llegar allí.
Terminaba afirmando que para que una montaña pueda desempeñar el papel de Monte Análogo es necesario que la cima resulte inaccesible, pero que su pie sea accesible a los seres humanos tal como la naturaleza los ha hecho. Es necesario que sea única y que exista geográficamente. Pues la puerta hacia lo invisible debe ser visible.»


«Muy alto y muy lejos en el cielo, mucho más allá de los sucesivos círculos que van formando los picos cada vez más elevados y las nieves cada vez más blancas, en medio de un resplandor que resulta insoportable para los ojos humanos, e invisible por el exceso de luz que lo rodea, se yergue la punta última del Monte Análogo. “Allí, en una cima más aguda que la aguja más fina, está aquél que llena el espacio íntegro. Allí, en lo alto, en ese aire sutil donde todo hiela, subsiste únicamente el cristal de la última estabilidad. Allí, en medio del fuego celeste donde todo arde, sólo subsiste el perpetuo incandescente. Ahí, en el centro del todo, está aquel que ve el acaecer de todas las cosas, comienzo y final”. Y esto es lo que allí arriba cantan los montañeses. Así es. “Y dices que así es, pero si hace un poco de frío, tu corazón se vuelve topo; si hace algo de calor, tu cabeza se llena de una nube de moscas; si tienes hambre, tu cuerpo se convierte en un asno que ni agarrotazos marcha, y si estás cansado, se te imponen los pies!”. Y esto también lo cantan los montañeses, mientras escribo, mientras busco la forma de revestir esta historia verdadera para que resulte creíble».


«Una de las leyes del Monte Análogo: para alcanzar su cima hay que ir de refugio en refugio. Pero, antes de partir de cada uno de ellos, existe el deber ineludible de preparar a los seres que habrán de ocupar el lugar que se abandona. Y sólo después de haberlos preparado se puede continuar el ascenso.
En consecuencia, antes de lanzarnos hacia un nuevo refugio hemos tenido que descender, para enseñar nuestros primeros conocimientos a otros buscadores...”»

« Mis primeros contactos con la montaña son recientes. Yo mismo soy un novicio. Sin embargo, un gusto innato por la observación y el esfuerzo simultáneos, y varias otras circunstancias , a menudo me han permitido adquirir en un día la experiencia que a otros les hubiera llevado semanas. Y como estas observaciones son las de un novicio, como son nuevecitas y conciernen a las primeras dificultades con las que se encuentra un principiante, tal vez a éste le resulten más útiles, en sus primeras excursiones, que los tratados escritos por maestros que, sin duda, son más metódicos y completos, pero que únicamente son inteligibles cuando en ellos hay algo, aunque sea un poco, de experiencia previa: toda la ambición dee stas notas es ayudar al novicio a adquirir con mayor rapidez esa experiencia preparatoria».

«El alpinismo es el arte de recorrer las montañas afrontando los mayores peligros con la mayor prudencia.
Y aquí llamamos arte al logro de un saber en una acción».

«Es imposible permanecer por siempre jamás en las cimas, hay que descender... Entonces, ¿de qué sirve? Mira: lo alto conoce lo bajo, pero lo bajo no conoce lo alto. Al subir observa siempre cuidadosamente las dificultades del camino; mientras subes puedes ir viéndolas; al bajar, ya no las verás, pero si has observado bien, sabrás dónde se encuentran.
Al subir, uno ve; al bajar ya no se ve, pero se ha visto. Existe el arte de moverse en las regiones bajas mediante el recuerdo de lo que se vio al estar más arriba. Cuando ya no es posible ver, por lo menos se puede saber».


«Lo interrogué:
pero, ¿qué es eso del “alpinismo análogo”?
—Es el arte...
—y ¿qué es un arte?...
—Valor del peligro: temeridad – suicidio y además insatisfacción.
—¿Qué es peligro?
—¿Qué es prudencia?
—¿Qué es montaña?»



«Muchas clases de voces se hicieron oír aún. Y entre lo que dijeron hubo que elegir. Una habló sobre el hombre que, después de bajar de las cimas, llegó al pie de las montañas, donde la mirada abarca solamente los alrededores inmediatos. “Pero posee el recuerdo de lo que ha visto, lo que podrá servirle de guía. Cuando ya no es posible ver, se puede, sin embargo, saber y se puede atestiguar acerca de lo que se ha visto”. Otra voz hablaba sobre los zapatos y decía que cada clavo, cada “ala de mosca” podríamos decir que se tornan sensibles, como un dedo, que palpa el suelo y se aferra a la más mínima rugosidad, y, sin embargo, no son más que zapatos, no se ha nacido con ellos, y un cuarto de hora de cuidado todos los días basta para conservarlos en buen estado. En cuanto a los pies... con ellos nacemos y con ellos moriremos, por lo menos así lo creemos; pero ¿será realmente así? No hay acaso pies que sobreviven a sus poseedores o que les preceden en la muerte?; a ésa la hice callar, se estaba volviendo escatológica. Otra habló del Olimpo y del Gólgota, otra del poliglobulismo y de las particularidades del metabolismo de los montañeses. Otra, por fin, anunció que “nos equivocábamos al pretender que la alta montaña era pobre en leyendas, y que por lo menos conocía una bastante notable”. Precisó que, en realidad, en esa leyenda, la montaña servía más de decorado que de símbolo, y que la verdadera ubicación del relato era “en la unión de nuestra humanidad con una civilización superior, allí donde se perpetúa una verdad instituida”. Muy intrigado, le supliqué que me relatara la historia. Hela aquí...La escuché y trato de reproducirla con toda la atención y exactitud de que soy capaz, o sea que aquí aparecerá solamente una traducción bastante pálida y aproximada».


«Los zapatos no son como los pies: no se ha nacido con ellos. Por lo tanto, es posible elegirlos. Déjate guiar para esa elección, en primer lugar por gente experimentada, más adelante por tu propia experiencia. Muy pronto, estarás tan acostumbrado a tus zapatos que cada clavo, cada “ala de mosca” será como un dedo tuyo, capaz de tantear la roca y aferrarse; se convertirá en un instrumento sensible y seguro como una parte de ti mismo. Y sin embargo no has nacido con ellos y, cuando se gasten, los tirarás, sin por eso dejar de serlo que eres.
Tu vida depende un poco de tus zapatos: cuídalos como es debido, pero para eso te arreglarás con un cuarto de hora diario, pues tu vida depende además de muchas otros cosas.»


«Un compañero mucho más experimentado que yo me dijo: "Cuando los pies no quieren llevarnos más, se camina con la cabeza". Y es cierto. Tal vez no corresponda al orden natural de las cosas, pero ¿no vale más caminar con la cabeza que pensar con los pies, como sucede a menudo?»


«Si das un resbalón, o tienes una caída de poca gravedad, no te interrumpas ni por un instante: y al levantarte, ve retomando la cadencia de tu andar. Anota bien en la memoria las circunstancias de la caída, pero no permitas que tu cuerpo rumie ese recuerdo. El cuerpo siempre está tratando de hacerse el interesante con temblores, agobios, palpitaciones, chuchos, sudores, calambres, pero es muy poco sensible al desprecio y a la indiferencia que le testimonia su amo. Si siente que éste no se deja engañar por esas jeremiadas, si comprende que con nada conseguirá apiadarlo, entonces retoma su lugar y dócilmente cumple su labor.»


«El momento peligroso. Diferencia entre pánico y presencia de ánimo. El automatismo (amo o esclavo).»


«Ten fija la vista en el sendero que asciende hacia la cima, pero no te olvides de tus pies. El último paso depende del primero. No creas que has llegado por el hecho de ver la cima. Vela por tus pies, asegúrate de tu próxima pisada, aunque sin olvidarte de tu meta más alta. El primer paso depende del último.
Cuando vayas al azar, deja alguna huella de tu paso, ella te guiará al regreso: una piedra colocada sobre otra, algunos pastos aplastados por un bastonazo. Pero si llegas a un lugar infranqueable o peligroso, piensa que la huella que has dejado podría extraviar a los que vengan después. Vuelve entonces sobre tus pasos y borra las huellas. Y esto está dirigido a quienquiera desee dejar huellas de su paso. Aún sin quererlo siempre dejamos huellas. Responde por tus huellas ante tus semejantes.»


«No te detengas nunca sobre una ladera de terreno por desmoronarse. Aún cuando creas tener los pies bien afirmados. Mientras tomas aliento mirando el cielo, la tierra poco a poco va cediendo bajo tus pies, la tierra imperceptiblemente se va desmoronando y de pronto te vas como un barco al que se bota. La montaña acecha constantemente la ocasión de hacerte una zancadilla.»

«Si después de haber bajado y vuelto a subir tres veces por corredores que terminan a pico (cosa que no se ve sino hasta el último momento) las piernas te empiezan a temblar desde la rodilla hasta el tobillo y los dientes se te cierran, llégate primero a alguna pequeña plataforma donde puedas detenerte sin peligro; recuerda entonces todos los insultos que sepas y grítaselos a la montaña, y escúpela, y por fin insúltala de todas las maneras posibles, bébete un trago, cómete un bocado y ponte de nuevo a trepar,tranquila, lentamente, como si delante de ti tuvieras la vida entera para salir de ese mal paso. A la noche, antes de dormirte, cuando lo recuerdes, te darás cuenta de que todo era una comedia: no era a la montaña a quien hablabas, ni fue la montaña la que venciste. La montaña no es sino roca o hielo, sin oídos y sin corazón. Pero esa comedia te ha salvado quizás la vida.»


«Muchas veces también, en momentos difíciles, te sorprenderás hablándole a la montaña, a veces adulándola, otras insultándola o prometiéndoles cosas, o amenazándola, y te parecerá que la montaña te contesta, si es que le has hablado como debías, dulcificándote, sometiéndote. No te desprecies por ello, no te avergüences de comportarte como esos hombres que nuestros sabios denominan primitivos o animistas. Ten en cuenta solamente, cuando más tarde recuerdes esos momentos, que tu diálogo con la naturaleza no era más que la imagen exterior de un diálogo que ocurría interiormente...»


«Con un grupo de camaradas, fui a buscar la Montaña que es la vía que une Tierra y Cielo; que debe existir en algún lugar en nuestro planeta, y que debe ser morada de una humanidad superior: eso fue racionalmente comprobado por aquél al que llamábamos Padre Sogol, nuestro mayor en las cosas de la Montaña, y que fue jefe de la expedición.
Y he aquí que hemos abordado al continente desconocido, nudo de sustancias superiores implantado en la corteza terrestre, protegido de la curiosidad y la codicia por la curvatura de su espacio, como una gota de mercurio, debido a la tensión superficial, es impenetrable para el dedo que intenta tocar su centro. Con nuestros cálculos –no pensando sino en eso-con nuestros deseos–abandonando toda esperanza- con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad- forzamos la entrada a ese mundo nuevo. Así nos parecía. Pero más tarde supimos que, si conseguimos abordar al pie del Monte Análogo, fue porque para nosotros las puertas invisibles de esa región invisible habían sido abiertas por quienes las custodiaban. El gallo que da toques de clarín en el alba lechosa cree que su canto engendra el sol; el niño que grita en un cuarto cerrado cree que sus gritos lograrán que se abra la puerta; pero sol y madre siguen su camino, trazado por las leyes de su ser. Nos abrieron la puerta aquellos que nos ven aún cuando no conseguimos vernos a nosotros mismos, respondiendo con generosa acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros deseos inestables, a nuestros esfuerzos limitados y torpes.»

Trad. de María Teresa Gallego



(De "Le Mont Analogue", 1952).





RENÉ DAUMAL (FRANCIA, 1908-1944)

6 comentarios:

  1. La Guerra Santa me dio la meta fundamental, me ayudó a verme y a saber dónde mirar y a reconocer los espejos mentirosos. Y aunque tal vez solo esté en las escaramuzas, le dio sentido mi vida. Y a seguir a pesar de todo...

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  2. En los años 60 (1960 that is) hice traducciones de "Hechos Memorables" y "La Guerra Santa" que luego perdí en alguna mudanza de país. Se iban a publicar en revistas que terminaron no publicándose. Y al leer, me volvió "el olor indicreto de la mentira"

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    1. Ay, Osías! Qué habrá sido de esas versiones...(las mejores, puesto que nadie podrá demostrar lo contrario).
      Qué ganas de leerlas!
      Un abrazo, querido.

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  3. Excelente entrada. Es lo primero que veo de este blog, al que llegué como se llega a todo lo importante, sin tener el mapa, sin buscarlo... Voy a seguir leyendo porque adivino muchas cosas valiosas. Gracias por compartirlo.

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